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Roberto Sosa, fuego que ondula




Por: Samuel Trigueros Espino



En 1930 el mundo era lo que sigue siendo: un peñasco extraño, insólito, en constante lucha. Mahatma Gandhi desafiaba las leyes monopólicas del imperio británico con la Marcha de la sal, en una gesta emblemática de la resistencia pacífica; la vaca Elm Farm Ollie fue la primera en viajar en un aeroplano y también la primera en ser ordeñada en el aire; la actriz Marlene Dietrich debutaba en El ángel azul; en la Penitenciaría de Ohio, un incendio quemaba vivos a 320 presos; Uruguay vencía a la Argentina (4-2) en la primera final de la Copa Mundial de Fútbol; en Italia, el volcán Stromboli —nombrado por Julio Verne como tubo de escape de los expedicionarios del Viaje al centro de la Tierra— hacía erupción; y en la Honduras profunda, específicamente en la ciudad de Yoro, la lluvia de peces caía otra vez, y nacía un niño al que pondrían por nombre Roberto Sosa.


¿Qué decir de este hombre, que no lo haya dicho, y de manera tan honda y poderosa, su poesía?, ¿cuál mi primer recuerdo de él?, que solía decir que su primer recuerdo


parte de un farol a oscuras y se detiene

frente a un grifo público goteando hacia

el interior de una calleja muerta


Poco o nada puedo agregar a su biografía, por demás descrita en los diccionarios de literatos. Quizá, mejor, unas breves notas sobre el descubrimiento de su poesía y la sutil cercanía que tuvimos.


En mi casa de la infancia leí a Roberto Sosa. En su poema Los pobres —uno de sus más conocidos— dice:


Los pobres son muchos

y por eso es imposible olvidarlos


Al leer aquello, sumergido en la pobreza de un barrio de la periferia tegucigalpense, sentí que no estábamos solos, que al menos la poesía nos nombraba, pero, ¿para quiénes éramos inolvidables? Esa construcción poética parte de un silogismo que, para mí, no es perfecto en el sentido borgeano de que una sola rosa nombra a todas las rosas; es decir, que basta un solo pobre para que toda la pobreza sea señalada. No por ser muchos, sino porque un solo pobre en el mundo debería bastar para luchar contra la injusticia.


Sin embargo, la poética está más allá de ese límite filosófico y permite a Sosa, en este caso, concentrar en un solo verso todo el contenido sensible, político y humano en torno a seres despojados de casi todo, incluso del derecho a la memoria. El poeta responde así al estigma de los pobres como «olvidados de la Tierra», diciendo que es imposible olvidarlos, al menos desde una palabra poética cargada de reclamo social. Es innegable que, prácticamente, toda la poesía de Roberto Sosa está impregnada de esa intención de justicia.


En aquella imprenta del amigo Evaristo Rojas —desaparecida bajo el peso de la maquinaria fiscal— donde trabajé como dibujante, conocí a Roberto Sosa, siendo yo un mozalbete y él una figura imponente de la poesía. Allí sostuvimos muchas conversaciones. En algún momento de su existencia, Sosa me pidió ilustrar algunos textos de la revista Presente, que él dirigía. Uno de ellos fue el cuento Paludismo, de Víctor Cáceres Lara.


Le conocí más en su poesía que en su andar físico, pero las veces en que hablamos mostró siempre un respeto al que yo correspondí evitando mostrarle mis imperfectos ejercicios poéticos y conversando, sobre todo, de su poesía. Sabía de su mordaz capacidad para destrozar con inteligentísimo humor a sus «adversarios», y, de alguna manera, le tenía, además de respeto, cierto temor.


Conocía las anécdotas en las que se le retrataba como un ácido adjudicador de sobrenombres. Eduardo Bähr —otro gran escritor hondureño— me había relatado episodios en los que, por ejemplo, Sosa había intercambiado diatribas con un personaje de la farándula criolla, quien al final se fue creyendo haber ganado la esgrima verbal. No obstante, el poeta remató la situación con un comentario para Bähr: «pero cuando llegó a su casa (el contrincante), lloró». Sabía que su palabra había herido en lo íntimo y secreto a su oponente, y que por la tajadura, sangraría desolación y miseria en la soledad de su habitación.


En el 2010, durante el Festival Internacional de Poesía de La Habana, me encomendaron pedirle a Sosa que asistiera a la Feria Internacional del Libro que estaba próxima a celebrarse en Cuba al siguiente año, a solicitud de Roberto Fernández Retamar, amigo suyo. Luego de eso encontré a Sosa en un centro comercial de Tegucigalpa, junto a su esposa, y le transmití la invitación. Creo que asistió y pudo celebrar junto con Retamar cincuenta años mutuos de poesía. Unos meses después, en mayo de 2011, Sosa falleció, y, posteriormente, Retamar, en 2019.


No sé de dónde le vino a Sosa su conciencia política. No sé si su infancia se pareció en algo a la de aquel muchacho que leía Los pobres en la marginalidad de La Divanna como un manifiesto de lucha y una lección de poesía. Sé que toda su vida señaló las verrugas en la nariz de los dictadores. Sé que su peso en la poética hondureña es innegable y que muchos han sucumbido a su encantamiento.


Sé que La Casa de la justicia es un poema necesario, que describe, para no olvidar, el permanente estado de la justicia en Honduras. Sé que él también se habría horrorizado con la masacre de los 362 privados de libertad en la cárcel de Comayagua. Sé que su poesía sigue orbitando como un planeta inclasificable. Sé que hay que leerlo como frente a la seducción de un fuego que ondula, para que no muera.

Samuel Trigueros

Zaragoza, España. Abril, 2020.




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Samuel Trigueros Espino (Tegucigalpa, 7 de febrero de 1967). Escritor y poeta. Es autor, entre otros, de los libros Todo es amor tras esta nostalgia (1988), Sin una palabra (1991), Amoroso signo (1992), El trapecista de adobe y neón (1992), ​ Animal de ritos (2006), Antes de la explosión (2009), Exhumaciones (2015), Una despedida (2016).

Foto del autor cortesía de: Manuel F. Minaya



*La imagen de portada es la obra «Los Pobres» del artista plástico hondureño Byron Mejía.





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