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Roberto Sosa, «In memoriam»

Por: León Leiva Gallardo




Creo que muchos colegas de las artes en general estarán de acuerdo conmigo al decir que la vida y obra de Roberto Sosa afirmaron la razón de ser y ennoblecieron la misión del poeta en este nuestro mundo dividido. Si Juan Ramón Molina nos tomó de la mano para iniciarnos en la fundación de una poesía nacional, Roberto Sosa complementó la labor y con su obra de fina hechura culminó todo un siglo de poesía.


Conocí a Roberto a finales de la década de 1990, en un homenaje que le hizo el Guild Complex de Chicago. Tuve el honor de leer, de compartir el escenario, en el famoso Hot House de Wicker Park, con la persona que mejor comprendía y representaba el alma de un pueblo que, pese a todas las injusticias, no se rendía. Esa noche entendí que hombres como Roberto nos reafirman la existencia y dignifican la humana misión de las artes. Por primera vez conocía al poeta que más admiraba y quien más me había influenciado en el quehacer de la poesía.


Mis primeras lecturas de su obra fueron en mis años de preparatoria, y confieso que mi noción de «patria» cambió gradualmente, porque esas lecturas me presentaron otras voces. Con el tiempo fui superando los complejos de clase media que tanto nos atrasan y fui reubicándome en una sociedad que apenas comenzaba a conocer de lleno. Había ternura entre tanta violencia. Aunque el amor estuviera lejos de los crueles edificios, como lo desescribía él, la trepidación misma de sus versos recorriendo los escombros de nuestro país, en vez de desesperanza, arrojaba luz a las sombras y daba aliento.


Años después, en uno de mis viajes de retorno a Honduras, Roberto me invitó a su casa y no sin algo de presunción me mostró su biblioteca personal (que contaba con más de cinco mil libros), a la que consideraba una de las más grandes de Centroamérica. Esa tarde hablamos un poco de todo, pero lo que más me fascinó fue escucharlo leer un poema para mí entonces desconocido, un poema que le había dedicado a Amapala, mi puerto natal. Me contó que cuando niño había estado en la isla donde su padre vivió y trabajó por un tiempo durante el apogeo del puerto.


Esa tarde, vino a colación comentarle lo tanto que me había conmovido el poema «Mi padre», una de las más hermosas homilías que he leído, en la que se puede apreciar la fuerza mayor de su lirismo, el uso del verso largo, de «arte mayor», como para elevar el sentimiento subjetivo a dimensiones épicas. Si no me equivoco creo que me dijo que una de sus influencias había sido Walt Whitman.


En otro de mis viajes, en 1998, nos reunimos en Café Paradiso. Para entonces su poesía había tomado otro curso, más intimista y de una profundidad emocional que no se había conocido en él. Sucedía que sus poemarios no se conseguían fuera del país. Luego, a comienzos del nuevo siglo, salió a luz su magnífica selección personal, una edición bilingüe traducida magistralmente por JoAnne Engelbert; me refiero a la publicación de The Return of the River/El retorno del río, en la cual también aparecieron poemas inéditos. Creo que para entonces Roberto se había internado en otra esfera poética, mucho más introspectiva.


En el 2008, luego de hacerle promoción a La casa del cementerio en México, creí oportuno viajar a Tegucigalpa y de pronto presentarles y obsequiarles mi novela a mis maestros. Lo llamé por teléfono. Su voz sonó débil y lejana. Hablamos brevemente. Me dijo que iba de viaje a El Salvador a darle seguimiento a un tratamiento médico, un problema cardíaco.


El 23 de mayo del 2011, no recuerdo la hora, pero era temprano, Carlos Funes (quien en los 70 había colaborado para componerle música a varios poemas de Sosa, con Jorge Berlíoz y la Pipa de Agua), me llamó muy afectado y me contó que se nos había ido Roberto Sosa, en esas palabras, se nos había ido Roberto Sosa. Ese día permanecí en un estado de duelo y dolencia, acompañado de un insólito temor que nunca antes había sentido. Era como un miedo existencial por habernos quedado sin poeta. Sentí una especie de orfandad recién anunciada.


No sé, pero no poder ver más a Roberto Sosa, a Roberto Castillo y a Clementina Suárez, me anunciaba, de alguna manera tétrica, que toda una época había llegado a su fin, y que ese fin no era feliz.


Aquel día oscuro, el 23 de mayo del 2011, no encontré aliento hasta que escribí este poema. Es un poema inédito y creo que es la primera vez que lo comparto.



Amaneció herida la palabra

A Roberto Sosa (en el día de su muerte)


I

Amaneció herida la palabra esta mañana.

Me levanto y siento la frase puntiaguda,

como costilla rota que perfora mi costado.

Acaso quede nulo y sin voz todo el país.

Una metáfora ciega reza por mi estancia.

Miro por la ventana y el cielo es todo símil.

Miro por el espejo y el ser es verso absurdo.

Un ave oscura se ha anidado en la poesía.

He quedado sin habla, compañeros, sin habla.

Me han llamado para que anule toda postura.

No es hiato ni dolor plagio esto, sino golpe raso.

Arribó la mensajera del bien y el mal a esta orilla.

Se ha muerto el Poeta y las palabras caen

al piso como las alas de un pájaro sin aire.

Mi casa comienza a reducirse en ausencia:

de él aprendí lo poco que sé del buen decir

y ahora siento que mi voz misma desvanece.

II

Los ojos arden, este día sopla un galeno de sal.

Ha pasado por el puerto a constatar su partida,

de nuevo el buque de la medianoche ha gemido,

de nuevo su quilla se alza como una inmensa V.

Pero a lo lejos escucho las voces a lo lejos,

aloé, aloé, aloé, son los remeros del Sur

que lo llevan, a lo lejos, a la puesta del sol,

aloé, aloé, aloé, seguirá versando el Poeta.

Bogará sin parar también, sin duda en busca

de su pueblo; nunca dejará de laborar y nunca

dejará de ver por el cansancio del campesino,

por nosotros que somos sus pobres todavía.

Aquí desde mi sitio voy a invocar su palabra.

Escucharé su voz venir con el retorno del río.

Procuraré que el agua clara de sus remansos

vuelva a darle aliento a las horas… hoy rendidas.

(Chicago, Illinois, 23 de mayo del 2011).





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León Leiva Gallardo (Amapala, Honduras, 1962) Narrador y poeta, conocido más por las novelas Guadalajara de noche (Tusquets Editores, 2006) y La casa del cementerio (Tusquets Editores, 2008) y por El pordiosero y el dios (MediaIsla Editores, 2017), una selección representativa de su narrativa breve. De su obra poética figuran Tríptico: tres lustros de poesía (MediaIsla Editores, 2015), Breviario (Ediciones Estampa, 2015) y Palabras al acecho en la coedición Desarraigos: Cuatro poetas latinoamericanos en Chicago (Vocesueltas, 2008).

*La caricatura de portada es obra del artista plástico Oto Sabillón.



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