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La otra cancha, el otro partido



Por: Martín Cálix


El único gol hondureño que he visto en un mundial de fútbol, lo anotó Costly. Un gol bello que podría enmarcar y decirle a la gente cuando me visite —muy orgulloso, claro—: este es uno de los mejores poemas jamás hechos en Honduras, superado sólo por aquel antológico de Pecho de Águila Zelaya, el mejor poeta hondureño.


En Guatemala jugábamos a la chamusca (esa versión guatemalteca de la siempre bella «potra» hondureña) con un grupo de inadaptados, poetas en su mayoría. A mí siempre me ponían a jugar porque ser hondureño me cubría de una especie de manto goleador; ese mismo del que parecen cubiertos los delanteros brasileños. Pero aquello sólo era posible desde la miopía poética de mis amigos, quienes eran, al menos en eso, muy amorosos.


Con el tiempo, a la chamusca dejaron de llegar los poetas, porque eso siempre es así. El grupo comenzó a diversificarse; era más un club de fans del fútbol, que un equipo de barrio. Y a mí me parecía bello.


Alguien dijo, más de una vez, que ver jugar a Messi era como ver jugar a un niño. Esa inocencia que no debería perder nunca el fútbol, es posible en las canchas de barrio, aunque algunos barrios hondureños se hayan convertido en el espacio de dealers, reclutadores de pandillas y narcomenudeo.


Cuando era niño, en mi barrio no había cancha, así que jugábamos en la calle, descalzos. Aquello se convertía en el griterío más polvoriento jamás escuchado. Pero esa magia fue borrada por la llegada del pavimento y por la embestida final de las maras a finales de la década de 1990.


En los 90, vi maravillado el mundial del 94 y el del 98. En Estados Unidos se selló el final de la carrera de Maradona, y llorábamos, aunque no sabíamos por qué, pero llorábamos por él. Era el gran tema de conversación en mi escuela, hasta que Brasil venció en la tanda de penales a una Italia memorable, aquel día en que su número 10, Roberto Baggio, no pudo perforar la meta de Claudio Taffarel. Baggio corrió con la suerte con que corren los grandes en esa misma instancia. Jamás volvió a ser el mismo.


En Francia, los locales serían los más sorprendidos. Los galos levantaron una copa reservada sólo para quienes conocen el Olimpo. Y así, pasaron a ese grupo selecto de semidioses del fútbol. Los 90, en términos futbolísticos, fue una década estupenda, excepto por las transmisiones del fútbol italiano a las 6 de la mañana de cada domingo.


En mi barrio pintábamos los números de las camisas con marcadores, y armábamos equipos imaginarios que jugaban en una liga imaginaria. Era lo más parecido a tener un mundial en nuestra calle.


De adultos, la potra es algo muy cercano a recuperar la libertad salvaje de la infancia. El griterío vuelve, y aunque ya no juguemos descalzos, y hayamos sustituido la calle polvorienta por la cancha sintética, nuestro niño salta al partido, como si cada uno estuviera disputando aquella final contra el Brasil de Taffarel y Romario.


En 2014, Costly hizo posible la hipérbole más grande del fútbol hondureño: el gol mundialista. Me quedé sin voz en la celebración. Costly comprobó que la leyenda urbana existía. Era real. Los hondureños eran capaces de anotar en un mundial de fútbol. Aunque en aquel partido la selección ecuatoriana logró la remontada —condenando a la «H» a volver a casa con la gloria de los vencidos—, al menos se había hecho el añorado gol.


El mundial de Brasil pasó entre chaomin (talleres de lectura para niños) y la chamusca de los sábados. La junta la hacíamos en casa del Viejo Gruñón, apodo dado a don Edwin por su propio hijo, responsable de meternos a todos en su casa para ver el mundial. Xela, por ese breve periodo, no fue tan fría.


—Yo creo que los guatemaltecos jamás vamos a celebrar un gol en un mundial— me dijo un amigo periodista que veía el partido conmigo.


Don Edwin tenía voz de dragón, de locutor de radio AM, quiero decir. Era violentamente dulce; primero te puteaba y después iba un abrazo. Era el único del grupo que había jugado profesionalmente al fútbol, en los rojos, porque el Municipal era el equipo de sus amores, aunque ya no hablaba mucho de su carrera futbolística. Siempre decía que los jugadores actuales sólo se andaban con huecadas, es decir, que no jugaban como los de antes, algo muy parecido a lo que dice mi padre cuando afirma que en la «H del 82» sí había hombres.


Don Edwin jamás fue a vernos jugar la chamusca. Por qué o para qué iba a perder su tiempo viendo jugar a un bulto pandos y duros. La jerga era lo suyo.


La única vez que me asaltaron en Xela fue regresando de su casa. Era el día de su cumpleaños. Yo le dije que visitar su casa estaba asociado con las cosas menos probables: que me asaltaran en Xela o que Costly hiciera un gol en el mundial, por ejemplo. Me miró como escrutando el vacío. Ese día fumaba en silencio, porque el silencio era otro oficio que había aprendido con los años.


—Sólo huecadas decís vos, catracho de mierda— sentenció con una carcajada.


El viejo murió en 2015. Su muerte me llenó de tristeza. Recordar el hombre sin abismos que era, es el mejor homenaje. El otro partido era platicar con él, escuchar su escándalo amoroso, y reírnos, porque no sabíamos en cuánto tiempo nos volvería a putear, y porque, en suma, la otra cancha era volver a la infancia.






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Martín Cálix (Honduras, 1984). Poeta y escritor. Autor de los libros Partiendo a la locura (2011, segunda edición para Casasola Editores, 2012), 45 (2013), Lecciones para monstruos (2014), El año del armadillo (Difácil 2016), e Hijos del sol (2019). Premio Internacional de Poesía Martín García Granados.


Foto: Rigoberto Paredes.


*Imagen de portada: cortesía Diario La Prensa.


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